miércoles, 20 de septiembre de 2017

El Bidet


Por Sara Rubio


Hace dos años que vivo en Algarrobo. La casa que ahora habito me hace sentir como si estuviera en el campo, cuando cruzo la puerta o miro por la ventana es un balneario: arena y mar. Dentro de mi casa, la madera, la lana, los muebles me transportan a un lugar del sur, en donde siempre me siento acogida y vitalizada. En esta casa descubrí el bidet, mucho tiempo que no veía uno. He decidido conservarlo pese a que los gásfiter que han rotado insisten que lo saque porque el baño con bidet se ve “antiguo” y con menos espacio, pero yo insisto: “¡No,  me encanta!”. Estoy reconciliada con el bidet y dispuesta a defenderlo por el sólo gusto de hacerlo.
De niña me llamaba la atención su aspecto inmaculado, distante, sin uso. Cuando me dijeron su función me dio asco, y exclamé fascinada: “¡Qué suerte! En esta casa nadie lo ocupa”.
Cada vez que entraba a un baño y veía un bidet, observaba y pensaba ¿Lo ocuparán?. Y tenía cuidado de no toparlo.
En la adolescencia descubrí su beneficio y comencé a usarlo para chapotear los pies. Nada más placentero que llenarlo de agua fría, echarle espuma y después sentarme y meter los pies de a poco, sintiendo cada milímetro de piel que se iba congelando. Acabada la sensación de frío, sacaba el tapón de caucho amarrado a una cadenita y volvía a llenarlo, para repetir el ritual. Todo esto me permitía relajar mis pensamientos, refrescar mi mente, como saliendo de un baño de mar.
Secar los pies con una toalla mullida era un proceso que disfrutaba. Me hacía masajes con crema, casi siempre era demasiada la que untaba.
De un día para otro, el bidet fue eliminado de casa, dejando el espacio a una lavadora. Aunque puse resistencia, para mi mamá, recuerdo, primó la posibilidad de lavar con agua caliente, su argumento de batalla fue “usa otro baño”. Finalmente la lavadora volvió a su sitio original, un lavadero espacioso al que se le incorporó una secadora, otra lavadora y el famoso calefont. El espacio del bidet quedó vacío, no se rellenó con nada, quedó ahí porque el bidet no estaba. Nadie recordó a quién se le regaló, quién se lo llevó o cuándo se botó.
Creo que a veces yo hago lo mismo con cosas, personas y situaciones. Desecho lo que no me parece importante y después siento arrepentimiento, como me pasó en esta casa de Algarrobo, que por leyes inexplicables del universo, el destino me devolvió el bidet de mi infancia.
Por ahora no lo he usado, pero estoy segura que cualquier día de éstos vuelvo a mi antiguo rito de los pies. En realidad lo ocupé una vez, no sé por qué me cuesta tanto confesarlo.


miércoles, 6 de septiembre de 2017

Sturnella Loyca




Ma. Ornella Venturino



Mi madre era una persona…cómo puedo decirlo; restrictiva. –“No hagas esto, no hagas lo otro; no vayas, no vengas, no digas, no rompas; no uses eso, no traigas eso, no lleves lo otro”.  Y así un “no” tras otro conjugado con casi cualquier verbo. ¿Y por qué?Porque soy tu mamá, y porque yo lo digo. Un argumento que no admitía contradicción. Por lo tanto, desde muy niña me acostumbré a llevar una existencia silenciosa e invisible. Me movía de aquí para allá con total sigilo, rompía el silencio sólo cuando era estrictamente necesario. Mis pisadas cautelosas y respiración imperceptible, frecuentemente solían asustar a todo aquel que no me veía venir, sobre todo a mi madre, que me retaba cada vez que aparecía. Llegué a dominar con tal maestría el fino arte de la invisibilidad, que no llamar la atención se convirtió en una especie de desafío diario. Que alguien, cualquiera, notara mi presencia, se volvía una sensación desagradable, como si hubiera fallado, queriendo volver lo más rápido posible a camuflarme con el mobiliario, o en su defecto, con el paisaje. Eran tantas las prohibiciones que me acostumbré a guardarme todo para mí. Inclusive, a mí misma.

En los tiempos en que mi única preocupación era hacer la tarea y ver dibujos animados por televisión, el campo de mis abuelos era definitivamente mi lugar favorito en el mundo. Para una niña que crecía en setenta y cinco metros cuadrados de concreto sobre varios pisos de altura, poder estar en el patio en apenas cinco pasos para pasar todo el día bajo el sol, era lo más parecido a mi paraíso personal. Sobretodo, por la gran cantidad de escondites disponibles. Era una tarea difícil pasar desapercibida en un pequeño departamento. Después de varios fines de semana sin salir de la ciudad, por fin viajamos.

En la casa de mis abuelos la electricidad escaseaba, como suele ocurrir en los sectores campestres, por lo que el viejo televisor de la casa sólo existía al anochecer, cuando el generador eléctrico se encendía para que los grandes pudieran ver las noticias de las nueve. De modo que los niños tenían que encontrar en qué entretenerse solos durante el día. Y esa era mi especialidad. Lo primero que hacía era asaltar el viejo baúl de revistas de mi abuela. Me gustaba llevarme una torre de amarillentos “Selecciones” para leerlos recostada en alguno de mis rincones predilectos. Me encantaba sumirme en alguna lectura mientras sentía la brisa contra mi cara, era casi como poder volar. Y así pasaba todo el día dentro de mi mente, el único lugar donde podía ser y hacer lo que quisiera.

En una ocasión que sentí el llamado de mi madre, como solía ocurrir a esa hora de la tarde, me escondí. No fue difícil. Agarré las revistas y salí a hurtadillas hacia unos altos pastizales. No era que no pretendiera volver, era sólo que prefería aparecer cuando yo quería, y no cuando me lo exigían. Pensaba en eso, cuando noté que no estaba sola en el escondite. Alguien más había tenido la misma idea. Se había quedado petrificado al verme. Pero gracias a mi vasta experiencia en ocultamiento, no me moví, ni respiré. Ni siquiera pestañeé. Después de un instante, finalmente se relajó, y prosiguió su camino fuera del pastizal. En absoluto silencio se movía, dando apenas unos saltitos antes de detenerse y volver a mirar a su alrededor con sus pequeños ojitos negros, asegurándose de que nadie lo notara. Eso me causó gracia. ¡Imposible que no lo vean con ese manchón rojo gigante que cubría su pecho, garganta y cara!. Dos franjas blancas como cejas completaban el cuadro de su rostro, coronado por un piquito grisáceo, del mismo color de sus enclenques patitas. Por un momento descubrí que con su negro manto emplumado y los colores marrones que lo salpicaban, podía confundirse perfectamente con el paisaje. Al menos no es completamente rojo, pensé. Y salió volando hacia una rama cercana que se mecía plácidamente. Claramente ya se sentía más confiado, en la punta de una rama ningún depredador podría alcanzarlo. Miraba contemplativamente el horizonte, oteaba el viento; ostentando con orgullo esa gran mancha roja que lo delataba.
Sturnella Loyca era su nombre científico, que recordé haber leído en alguna parte. No fue eso lo único que recordé. Cuando era aún más pequeña, en el tiempo en que hablaba a menudo con mi madre, acostumbraba mirar cómo los altos espinos se movían a toda velocidad por la ventana del auto, cada vez que transitábamos por el camino de tierra. Un día, divisé algo que me llamó mucho la atención.
¡Mamá, mira! ¡Un pajarito con el pechito rojo! ¿Cómo se llama?.Ese pajarito se llama Loica. ¿Sabes por qué tiene ese color?. Me contó que cuando Jesús estaba en la cruz pagando por nuestros pecados y tenía mucha, mucha sed, los soldados romanos no hacían nada al respecto y se burlaban de él mientras moría. Un pajarito, que había estado observando la situación, se apiadó de su agonía y comenzó a llevarle agua. En el trajín de su noble tarea, el pechito del compasivo pajarito quedó manchado con la sangre del Hijo de Dios, quien conmovido por la generosidad de la pequeña ave, permitió que desde ese momento en adelante, su pecho y el de toda su descendencia, permaneciera teñido de rojo, para que todas las otras criaturas supieran de su bondad. Eso significa que las loicas tienen el corazón por fuera. O al menos esa fue la conclusión a la que llegué.

En lo alto de su rama, la loica comenzó a cantar. Era un canto dulce y sereno. Su pecho rojo subía y bajaba, palpitando al compás. Luego, se detuvo; y sólo silbaba el viento. Cantó una vez más, pero esta vez, tenía algo así como una urgencia, como si se le hubiese perdido algo. Nada. Sólo se sentía la voz de mi madre llamándome otra vez. Sonaba preocupada, pero preferí hacer caso omiso y quedarme observando a la loica. Después de un largo silencio, en que parecía que ninguna otra ave iba a contestar, una nostálgica melodía comenzó a brotar desde su pecho, como una herida borboteante, como una llaga que sangraba abierta. Sonaba muy triste. No sé qué podría ser tan triste para esa ave… pero luego pensé, ¿qué podría ser más triste que cantar con todo tu corazón sin que haya una respuesta? De pronto, un lejano “chiu-chiu-chiu-chií” la detuvo. Se quedó escuchando con los ojos muy abiertos, hasta que un segundo “chiu-chiu-chiu-chií” se escuchó fuerte y claro. Dejó raudamente su rama para reunirse con otro pajarillo de pecho rojo y ambos se perdieron revoloteando entre el follaje.
Bajé mi vista hacia el césped y volví a mirar una vez más la rama donde antes se había posado el expresivo pajarito. Aún se mecía suavemente contra el cielo de la tarde. Emergiendo lentamente, en medio del prado, comencé a moverme en silencio.

Cada paso que me acercaba a la voz de mi madre me desviaba de mis más queridas guaridas, tentándome hacia la tan conocida seguridad que me ofrecían. Pero con el canto de esa loica retumbando dentro de mí, seguí adelante. Cuando asomé tras ella abriéndome paso a través de unos arbustos espinudos, reuniendo toda la calma que pude, le dije: aquí estoy, mamá. Permaneció de espaldas un segundo sin decir nada. Se volteó pausadamente, y alcancé a notar su mirada mientras yo bajaba al suelo la mía. Pensé que estaba en problemas. Se abalanzó sobre mí. Y me abrazó. Mi boca, abierta por la impresión, dejó entrar un suspiro. Una cálida sensación comenzó a deslizarse desde dentro lentamente, bajando hasta el pecho, cubriéndolo completamente. Alzando uno a uno los brazos, rígidos, alrededor de mi madre, la rodeé. Posé la mejilla, y cerrando los ojos, sentí mi corazón latir por fuera por primera vez. Y era agradable.