Ma. Ornella Venturino
Mi madre era una persona…cómo puedo decirlo; restrictiva.
–“No hagas esto, no hagas
lo otro; no vayas, no vengas, no digas, no rompas; no uses eso, no traigas eso,
no lleves lo otro”. Y así un “no” tras
otro conjugado con casi cualquier verbo. –¿Y por qué? –Porque
soy tu mamá, y porque yo lo digo. Un argumento que no admitía contradicción.
Por lo tanto, desde muy niña me acostumbré a llevar una existencia silenciosa e
invisible. Me movía de aquí para allá con total sigilo, rompía el silencio sólo
cuando era estrictamente necesario. Mis pisadas cautelosas y respiración
imperceptible, frecuentemente solían asustar a todo aquel que no me veía venir,
sobre todo a mi madre, que me retaba cada vez que aparecía. Llegué a dominar
con tal maestría el fino arte de
la invisibilidad, que no llamar la atención se convirtió en una especie de
desafío diario. Que alguien, cualquiera, notara mi presencia, se volvía una
sensación desagradable, como si hubiera fallado, queriendo volver lo más rápido
posible a camuflarme con el mobiliario, o en su defecto, con el paisaje. Eran
tantas las prohibiciones que me acostumbré a guardarme todo para mí. Inclusive,
a mí misma.
En los tiempos en que mi única preocupación era
hacer la tarea y ver dibujos animados por televisión, el campo de mis abuelos
era definitivamente mi lugar favorito en el mundo. Para una niña que crecía en
setenta y cinco metros cuadrados de concreto sobre varios pisos de altura, poder
estar en el patio en apenas cinco pasos para pasar todo el día bajo el sol, era
lo más parecido a mi paraíso personal. Sobretodo, por la gran cantidad de
escondites disponibles. Era una tarea difícil pasar desapercibida en un pequeño
departamento. Después de varios fines de semana sin salir de la ciudad, por fin
viajamos.
En la casa de mis abuelos la electricidad
escaseaba, como suele ocurrir en los sectores campestres, por lo que el viejo
televisor de la casa sólo existía al anochecer, cuando el generador eléctrico se encendía para que los
grandes pudieran ver las noticias de las nueve. De modo que los niños tenían
que encontrar en qué entretenerse solos durante el día. Y esa era mi
especialidad. Lo primero que hacía era asaltar el viejo baúl de revistas de mi
abuela. Me gustaba llevarme una torre de amarillentos “Selecciones” para
leerlos recostada en alguno de mis rincones predilectos. Me encantaba sumirme
en alguna lectura mientras sentía la brisa contra mi cara, era casi como poder
volar. Y así pasaba todo el día dentro de mi mente, el único lugar donde podía
ser y hacer lo que quisiera.
En una ocasión
que sentí
el llamado de mi madre, como solía ocurrir a esa hora de la tarde, me escondí.
No fue difícil. Agarré las revistas y salí a hurtadillas hacia unos altos pastizales.
No era que no pretendiera volver, era sólo que prefería aparecer cuando yo quería,
y no cuando me lo exigían. Pensaba en eso, cuando noté que no estaba sola en el
escondite. Alguien más había tenido la misma idea. Se había quedado petrificado
al verme. Pero gracias a mi vasta experiencia en ocultamiento, no me moví, ni
respiré. Ni siquiera pestañeé. Después de un instante, finalmente se relajó, y prosiguió
su camino fuera del pastizal. En absoluto silencio se movía, dando apenas unos saltitos
antes de detenerse y volver a mirar a su alrededor con sus pequeños ojitos
negros, asegurándose de que nadie lo notara. Eso me causó gracia. ¡Imposible que
no lo vean con ese manchón rojo gigante que cubría su pecho, garganta y cara!.
Dos franjas blancas como cejas completaban el cuadro de su rostro, coronado por
un piquito grisáceo, del mismo color de sus enclenques patitas. Por un momento descubrí
que con su negro manto emplumado y los colores marrones que lo salpicaban, podía confundirse
perfectamente con el paisaje. Al menos no es completamente rojo, pensé. Y salió
volando hacia una rama cercana que se mecía plácidamente. Claramente ya se
sentía más confiado, en la punta de una rama ningún depredador podría alcanzarlo.
Miraba contemplativamente el horizonte, oteaba el viento; ostentando con
orgullo esa gran mancha roja que lo delataba.
Sturnella
Loyca era su nombre científico, que
recordé haber leído en alguna parte. No fue eso lo único que recordé. Cuando
era aún más pequeña, en el tiempo en que hablaba a menudo con mi madre, acostumbraba mirar cómo los
altos espinos se movían a toda velocidad por la ventana del auto, cada vez que
transitábamos por el camino de tierra. Un día, divisé algo que me llamó mucho la
atención.
–¡Mamá, mira! ¡Un
pajarito con el pechito rojo! ¿Cómo se llama?.–Ese pajarito se llama Loica. ¿Sabes por qué tiene
ese color?. Me contó que cuando Jesús estaba en la cruz pagando por nuestros
pecados y tenía mucha, mucha sed, los soldados romanos no hacían nada al
respecto y se burlaban de él mientras moría. Un pajarito, que había estado
observando la situación, se apiadó de su agonía y comenzó a llevarle agua. En
el trajín de su noble tarea, el pechito del compasivo pajarito quedó manchado
con la sangre del Hijo de Dios, quien conmovido por la generosidad de la
pequeña ave, permitió que desde ese momento en adelante, su pecho y el de toda
su descendencia, permaneciera teñido de rojo, para que todas las otras
criaturas supieran de su bondad. Eso significa que las loicas tienen el corazón
por fuera. O al menos esa fue la conclusión a la que llegué.
En lo alto de su rama, la loica comenzó a cantar.
Era un canto dulce y sereno. Su pecho rojo subía y bajaba, palpitando al compás.
Luego, se detuvo; y sólo silbaba el viento. Cantó una vez más, pero esta vez,
tenía algo así como una urgencia, como si se le hubiese perdido algo. Nada.
Sólo se sentía la voz de mi madre llamándome otra vez. Sonaba preocupada, pero
preferí hacer caso omiso y quedarme observando a la loica. Después de un largo
silencio, en que parecía que ninguna otra ave iba a contestar, una nostálgica
melodía comenzó a brotar desde su pecho, como una herida borboteante, como una
llaga que sangraba abierta. Sonaba muy triste. No sé qué podría ser tan triste
para esa ave… pero luego pensé, ¿qué podría ser más triste que cantar con todo
tu corazón sin que haya una respuesta? De pronto, un lejano
“chiu-chiu-chiu-chií” la detuvo. Se quedó escuchando con los ojos muy abiertos,
hasta que un segundo “chiu-chiu-chiu-chií” se escuchó fuerte y claro. Dejó
raudamente su rama para reunirse con otro pajarillo de pecho rojo y ambos se
perdieron revoloteando entre el follaje.
Bajé mi vista hacia el césped y volví a mirar una
vez más la rama donde antes se había posado el expresivo pajarito. Aún se mecía
suavemente contra el cielo de la tarde. Emergiendo lentamente, en medio del prado,
comencé a moverme en silencio.
Cada paso que me acercaba a la voz de mi madre me
desviaba de mis más queridas guaridas, tentándome hacia la tan conocida seguridad
que me ofrecían. Pero con el canto de esa loica retumbando dentro de mí, seguí adelante.
Cuando asomé tras ella abriéndome paso a través de unos arbustos espinudos,
reuniendo toda la calma que pude, le dije: aquí estoy, mamá. Permaneció de
espaldas un segundo sin decir nada. Se volteó pausadamente, y alcancé a notar su
mirada mientras yo bajaba al
suelo la mía. Pensé que estaba en problemas. Se abalanzó sobre mí. Y me
abrazó. Mi boca, abierta por la impresión, dejó entrar un suspiro. Una cálida sensación
comenzó a deslizarse desde dentro lentamente, bajando hasta el pecho,
cubriéndolo completamente. Alzando uno a uno los brazos, rígidos, alrededor de mi
madre, la rodeé. Posé la mejilla, y cerrando los ojos, sentí mi corazón latir
por fuera por primera vez. Y era agradable.