Por Sara Rubio
Hace dos años que vivo en
Algarrobo. La casa que ahora habito me hace sentir como si estuviera en el
campo, cuando cruzo la puerta o miro por la ventana es un balneario: arena y
mar. Dentro de mi casa, la madera, la lana, los muebles me transportan a un
lugar del sur, en donde siempre me siento acogida y vitalizada. En esta casa
descubrí el bidet, mucho tiempo que no veía uno. He decidido conservarlo pese a
que los gásfiter que han rotado insisten que lo saque porque el baño con bidet
se ve “antiguo” y con menos espacio, pero yo insisto: “¡No, me encanta!”. Estoy reconciliada con el bidet
y dispuesta a defenderlo por el sólo gusto de hacerlo.
De niña me llamaba la atención su
aspecto inmaculado, distante, sin uso. Cuando me dijeron su función me dio
asco, y exclamé fascinada: “¡Qué suerte! En esta casa nadie lo ocupa”.
Cada vez que entraba a un baño
y veía un bidet, observaba y pensaba ¿Lo ocuparán?. Y tenía cuidado de no
toparlo.
En la adolescencia descubrí su
beneficio y comencé a usarlo para chapotear los pies. Nada más placentero que
llenarlo de agua fría, echarle espuma y después sentarme y meter los pies de a
poco, sintiendo cada milímetro de piel que se iba congelando. Acabada la
sensación de frío, sacaba el tapón de caucho amarrado a una cadenita y volvía a
llenarlo, para repetir el ritual. Todo esto me permitía relajar mis
pensamientos, refrescar mi mente, como saliendo de un baño de mar.
Secar los pies con una toalla
mullida era un proceso que disfrutaba. Me hacía masajes con crema, casi siempre
era demasiada la que untaba.
De un día para otro, el bidet
fue eliminado de casa, dejando el espacio a una lavadora. Aunque puse
resistencia, para mi mamá, recuerdo, primó la posibilidad de lavar con agua caliente,
su argumento de batalla fue “usa otro baño”. Finalmente la lavadora volvió a su
sitio original, un lavadero espacioso al que se le incorporó una secadora, otra
lavadora y el famoso calefont. El espacio del bidet quedó vacío, no se rellenó
con nada, quedó ahí porque el bidet no estaba. Nadie recordó a quién se le
regaló, quién se lo llevó o cuándo se botó.
Creo que a veces yo hago lo
mismo con cosas, personas y situaciones. Desecho lo que no me parece importante
y después siento arrepentimiento, como me pasó en esta casa de Algarrobo, que
por leyes inexplicables del universo, el destino me devolvió el bidet de mi
infancia.
Por ahora no lo he usado, pero
estoy segura que cualquier día de éstos vuelvo a mi antiguo rito de los pies. En
realidad lo ocupé una vez, no sé por qué me cuesta tanto confesarlo.
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