Por María Teresa Illanes
Guardaba una enorme tristeza en su
corazón. Era mucho más que tristeza, más bien desolación. Se sentía asqueado de
sí mismo. Había liquidado su vida, la había perdido para siempre.
Aún resonaba en su mente ese ruido
ronco, espeso, sórdido, pegajoso. Jamás
se podría librar de ellos. El silencio, silencio acusador, verdugo de su
existencia.
Todo ocurrió una tarde en que iba
atrasado a una reunión de trabajo. Era pleno invierno. El suelo estaba mojado y
resbaloso. La calle semi oscura. Al virar velozmente por esa estrecha esquina,
escuchó un ruido seco. Algo golpeó el parachoques de su lujoso auto nuevo. Lo
primero que pensó fue que un gato, un maldito gato se le había atravesado.
Estaba atrasado y esa reunión era
importantísima para su carrera. Finalmente bajó de su vehículo. No era un gato.
Era una jovencita de 15 o más años, enrollada en posición fetal con la cabeza
destrozada.
Al subir al auto miró hacia todos lados
y no había nadie. Empezó a traspirar helado. Las manos mojadas sobre el
volante. El corazón le golpeaba la sien y le costaba respirar, parecía que se
ahogaba. ¡Quedó paralizado! No pensaba…, no pensaba, la mente en blanco.
Echó a andar el motor iniciando la
marcha. Al pasar al lado de la muchacha aún con vida que se retorcía suavemente
en el suelo, tuvo un instante de lucidez, segundos tal vez. Debía socorrer a
esa niña. Pero, eso no sucedió. ¡Huyó! No sabía hacia dónde se dirigía. No
tenía conciencia de nada.
Llegó a su casa. Se dio una ducha caliente,
se vistió con ropa limpia y preparó un whisky que bebió de una sola vez. Se tumbó
sobre el sofá y tomó la decisión. Volvería al lugar de los hechos. Llamó a un
taxi y… no sabe cómo, pero llegó a esa maldita calle. Observó que todo estaba
cercado y el cuerpo de la niña permanecía en el suelo tapado por una bolsa
negra. Sintió que lo remecían. No sabía si habían pasado segundos, minutos,
horas. Se despertó en una angosta cama de hospital. Hacía mucho frío. Le
hablaban, pero él era incapaz de
entender. No podía responder a las preguntas que le hacían. Seguro se trataba
de una pesadilla. Quiso gritar, pero no pudo. Se había quedado sin voz. Cuando quedó
solo, se levantó tambaleándose y salió corriendo hacia la puerta. Corrió y
corrió sin parar hasta llegar a su casa.
Los momentos siguientes fueron un
suplicio. Una voz interna le decía que debía entregarse, responsabilizarse por
lo que había hecho, pero otra le aconsejaba permanecer callado. Su vida se
había quebrado, ya nunca volvería a ser lo mismo. Ya no encontraría paz. No podría dormir con ese sueño reparador que
le hacía tanta falta. ¡Era un criminal!
Cada cierto tiempo resurgía en su mente
la escena del accidente. Se tapaba los oídos para no escuchar el golpe en el
parachoques. Ahora creía oír los susurros de la niña pidiendo ayuda. Creía que al
huir se salvaría y su rutina podría continuar. Vivía un infierno permanente que
no lo dejaba en paz. Ése… ese era su castigo. Había destruido su vida, porque
la conciencia no le daba tregua.
Nunca más pudo vivir en silencio. Su
mente repetía y repetía incansablemente la voz tenue de la muchacha y el ruido
sordo del golpe. Estaba liquidado. Nunca más volvería a tener momentos de
tranquilidad, porque la conciencia no lo dejaría ni un solo instante. Ese era
su castigo, su fin.