domingo, 22 de octubre de 2017

NI UN SOLO INSTANTE





Por María Teresa Illanes

Guardaba una enorme tristeza en su corazón. Era mucho más que tristeza, más bien desolación. Se sentía asqueado de sí mismo. Había liquidado su vida, la había perdido para siempre.
Aún resonaba en su mente ese ruido ronco, espeso, sórdido, pegajoso.  Jamás se podría librar de ellos. El silencio, silencio acusador, verdugo de su existencia.
Todo ocurrió una tarde en que iba atrasado a una reunión de trabajo. Era pleno invierno. El suelo estaba mojado y resbaloso. La calle semi oscura. Al virar velozmente por esa estrecha esquina, escuchó un ruido seco. Algo golpeó el parachoques de su lujoso auto nuevo. Lo primero que pensó fue que un gato, un maldito gato se le había atravesado. Estaba  atrasado y esa reunión era importantísima para su carrera. Finalmente bajó de su vehículo. No era un gato. Era una jovencita de 15 o más años, enrollada en posición fetal con la cabeza destrozada. 
Al subir al auto miró hacia todos lados y no había nadie. Empezó a traspirar helado. Las manos mojadas sobre el volante. El corazón le golpeaba la sien y le costaba respirar, parecía que se ahogaba. ¡Quedó paralizado! No pensaba…, no pensaba, la mente en blanco.
Echó a andar el motor iniciando la marcha. Al pasar al lado de la muchacha aún con vida que se retorcía suavemente en el suelo, tuvo un instante de lucidez, segundos tal vez. Debía socorrer a esa niña. Pero, eso no sucedió. ¡Huyó! No sabía hacia dónde se dirigía. No tenía conciencia de nada.
Llegó a su casa. Se dio una ducha caliente, se vistió con ropa limpia y preparó un whisky que bebió de una sola vez. Se tumbó sobre el sofá y tomó la decisión. Volvería al lugar de los hechos. Llamó a un taxi y… no sabe cómo, pero llegó a esa maldita calle. Observó que todo estaba cercado y el cuerpo de la niña permanecía en el suelo tapado por una bolsa negra. Sintió que lo remecían. No sabía si habían pasado segundos, minutos, horas. Se despertó en una angosta cama de hospital. Hacía mucho frío. Le hablaban, pero  él era incapaz de entender. No podía responder a las preguntas que le hacían. Seguro se trataba de una pesadilla. Quiso gritar, pero no pudo. Se había quedado sin voz. Cuando quedó solo,  se levantó tambaleándose  y salió corriendo hacia la puerta. Corrió y corrió sin parar hasta llegar a su casa.
Los momentos siguientes fueron un suplicio. Una voz interna le decía que debía entregarse, responsabilizarse por lo que había hecho, pero otra le aconsejaba permanecer callado. Su vida se había quebrado, ya nunca volvería a ser lo mismo. Ya no encontraría paz.  No podría dormir con ese sueño reparador que le hacía tanta falta. ¡Era un criminal!
Cada cierto tiempo resurgía en su mente la escena del accidente. Se tapaba los oídos para no escuchar el golpe en el parachoques. Ahora creía oír los susurros de la niña pidiendo ayuda. Creía que al huir se salvaría y su rutina podría continuar. Vivía un infierno permanente que no lo dejaba en paz. Ése… ese era su castigo. Había destruido su vida, porque la conciencia no le daba tregua.
Nunca más pudo vivir en silencio. Su mente repetía y repetía incansablemente la voz tenue de la muchacha y el ruido sordo del golpe. Estaba liquidado. Nunca más volvería a tener momentos de tranquilidad, porque la conciencia no lo dejaría ni un solo instante. Ese era su castigo, su fin.

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