sábado, 18 de noviembre de 2017

Rápidamente cambié de rumbo



Por Roberto Veloso


¿Y qué puedo hacer ahora? Putas qué terribles son las dudas, sobre todo cuando las decisiones las tiene que tomar uno solo. Si el jefe estuviera vivo, fijo que nos sacaba altiro de este aprieto, pero tuvo que hacerse matar como huevón, por lacho le pasó. Nosotros le dijimos "cuidado, jefe, esa mina no es de fiar, mira pal lado cuando le habla", ¿y qué nos dijo él? "De puro envidiosos hablan, ya les gustaría comerse una minita como esa, pero, ella sabe dónde está lo bueno y nunca se va a fijar en guarenes de cola pelada como ustedes". Y partió nomás a la cita en el bar que, fíjense ustedes cómo son las cosas, se llama la Puñalada.
Ahí lo estaban esperando los tiras que junto con gritarle "entrégate, huevón" empezaron a dispararle, menos mal que el jefe, que era un celaje, sacó la CZ que llevaba siempre en la pretina del pantalón y se largó a repartir balas, logró echarse a 3 tiras antes que lo zurcieran a balazos, qué pena que no alcanzó a ver al Lucho, que entró detrás de él, a pesar de haberle dicho "no me acompañís" y que antes de caer, él también, le metió un tiro en la cara a la Myriam que, en un rincón miraba cómo se consumaba su traición.

Yo, que venía como media cuadra más atrás, sentí la balacera y, pensando que ya no había nada más que hacer, rápidamente cambié de rumbo y partí como las velas a una caleta que conozco yo solito a esperar que las cosas se calmaran. Como dijo el Mariscal Badoglio: "soldado que arranca sirve para otra batalla", sabio el viejo.

domingo, 22 de octubre de 2017

NI UN SOLO INSTANTE





Por María Teresa Illanes

Guardaba una enorme tristeza en su corazón. Era mucho más que tristeza, más bien desolación. Se sentía asqueado de sí mismo. Había liquidado su vida, la había perdido para siempre.
Aún resonaba en su mente ese ruido ronco, espeso, sórdido, pegajoso.  Jamás se podría librar de ellos. El silencio, silencio acusador, verdugo de su existencia.
Todo ocurrió una tarde en que iba atrasado a una reunión de trabajo. Era pleno invierno. El suelo estaba mojado y resbaloso. La calle semi oscura. Al virar velozmente por esa estrecha esquina, escuchó un ruido seco. Algo golpeó el parachoques de su lujoso auto nuevo. Lo primero que pensó fue que un gato, un maldito gato se le había atravesado. Estaba  atrasado y esa reunión era importantísima para su carrera. Finalmente bajó de su vehículo. No era un gato. Era una jovencita de 15 o más años, enrollada en posición fetal con la cabeza destrozada. 
Al subir al auto miró hacia todos lados y no había nadie. Empezó a traspirar helado. Las manos mojadas sobre el volante. El corazón le golpeaba la sien y le costaba respirar, parecía que se ahogaba. ¡Quedó paralizado! No pensaba…, no pensaba, la mente en blanco.
Echó a andar el motor iniciando la marcha. Al pasar al lado de la muchacha aún con vida que se retorcía suavemente en el suelo, tuvo un instante de lucidez, segundos tal vez. Debía socorrer a esa niña. Pero, eso no sucedió. ¡Huyó! No sabía hacia dónde se dirigía. No tenía conciencia de nada.
Llegó a su casa. Se dio una ducha caliente, se vistió con ropa limpia y preparó un whisky que bebió de una sola vez. Se tumbó sobre el sofá y tomó la decisión. Volvería al lugar de los hechos. Llamó a un taxi y… no sabe cómo, pero llegó a esa maldita calle. Observó que todo estaba cercado y el cuerpo de la niña permanecía en el suelo tapado por una bolsa negra. Sintió que lo remecían. No sabía si habían pasado segundos, minutos, horas. Se despertó en una angosta cama de hospital. Hacía mucho frío. Le hablaban, pero  él era incapaz de entender. No podía responder a las preguntas que le hacían. Seguro se trataba de una pesadilla. Quiso gritar, pero no pudo. Se había quedado sin voz. Cuando quedó solo,  se levantó tambaleándose  y salió corriendo hacia la puerta. Corrió y corrió sin parar hasta llegar a su casa.
Los momentos siguientes fueron un suplicio. Una voz interna le decía que debía entregarse, responsabilizarse por lo que había hecho, pero otra le aconsejaba permanecer callado. Su vida se había quebrado, ya nunca volvería a ser lo mismo. Ya no encontraría paz.  No podría dormir con ese sueño reparador que le hacía tanta falta. ¡Era un criminal!
Cada cierto tiempo resurgía en su mente la escena del accidente. Se tapaba los oídos para no escuchar el golpe en el parachoques. Ahora creía oír los susurros de la niña pidiendo ayuda. Creía que al huir se salvaría y su rutina podría continuar. Vivía un infierno permanente que no lo dejaba en paz. Ése… ese era su castigo. Había destruido su vida, porque la conciencia no le daba tregua.
Nunca más pudo vivir en silencio. Su mente repetía y repetía incansablemente la voz tenue de la muchacha y el ruido sordo del golpe. Estaba liquidado. Nunca más volvería a tener momentos de tranquilidad, porque la conciencia no lo dejaría ni un solo instante. Ese era su castigo, su fin.

jueves, 5 de octubre de 2017

EL ATARDECER DEL REY


foto: Pablo Ibáñez



 Por Fernando O. Martínez Ojeda


Las puertas del sol, se ubican en Oriente y Occidente
y su viaje anual por las estaciones, va de Norte a Sur,
De Solsticio en Solsticio,
por las Ventanas equinocciales en un colosal tour.

Del Oriente, cabalgando viene en su dorada cabellera,
El Verbo, la Luz y su séquito el Conocimiento,
que es lanzado al mediodía plasmado en acción imperecedera,
finalizando su Arte Real, a la hora del desaparecimiento.

Contemplar la caída del sol en el horizonte,
Sugiere el final de un ciclo de tareas realizadas,
asistir al fin de una jornada que se anuncia con la muerte
y la venida de un nuevo día con otras tareas esperanzadas.

La nostalgia invade el alma y acongoja el corazón
el recuerdo cala en lo profundo
dejando huellas en las vísceras, alejando la pasión
y el sentir lo lleva a pensar, dejar este mundo.

También es el fin de una vida ciertamente,
vida, que se extiende como mucho algunos meses,
otras tantas hay que se prolongan en la mente,
hasta aquellas que duran por eones muchas veces.

La naturaleza reposa al anochecer
                                          renueva fuerzas para enfrentar el nuevo presente.                                         
¿Como ser testigo del funeral del día sin temer,
cuando el alma deba salir por el umbral de Occidente?


Llegado el crepúsculo y concluidas las Obras,
saliendo por aquel portal hacia otra dimensión,
el Rey abandona el templo invadido por penumbras
buscando el misterio del Rayo Azul en una nueva iniciación.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

El Bidet


Por Sara Rubio


Hace dos años que vivo en Algarrobo. La casa que ahora habito me hace sentir como si estuviera en el campo, cuando cruzo la puerta o miro por la ventana es un balneario: arena y mar. Dentro de mi casa, la madera, la lana, los muebles me transportan a un lugar del sur, en donde siempre me siento acogida y vitalizada. En esta casa descubrí el bidet, mucho tiempo que no veía uno. He decidido conservarlo pese a que los gásfiter que han rotado insisten que lo saque porque el baño con bidet se ve “antiguo” y con menos espacio, pero yo insisto: “¡No,  me encanta!”. Estoy reconciliada con el bidet y dispuesta a defenderlo por el sólo gusto de hacerlo.
De niña me llamaba la atención su aspecto inmaculado, distante, sin uso. Cuando me dijeron su función me dio asco, y exclamé fascinada: “¡Qué suerte! En esta casa nadie lo ocupa”.
Cada vez que entraba a un baño y veía un bidet, observaba y pensaba ¿Lo ocuparán?. Y tenía cuidado de no toparlo.
En la adolescencia descubrí su beneficio y comencé a usarlo para chapotear los pies. Nada más placentero que llenarlo de agua fría, echarle espuma y después sentarme y meter los pies de a poco, sintiendo cada milímetro de piel que se iba congelando. Acabada la sensación de frío, sacaba el tapón de caucho amarrado a una cadenita y volvía a llenarlo, para repetir el ritual. Todo esto me permitía relajar mis pensamientos, refrescar mi mente, como saliendo de un baño de mar.
Secar los pies con una toalla mullida era un proceso que disfrutaba. Me hacía masajes con crema, casi siempre era demasiada la que untaba.
De un día para otro, el bidet fue eliminado de casa, dejando el espacio a una lavadora. Aunque puse resistencia, para mi mamá, recuerdo, primó la posibilidad de lavar con agua caliente, su argumento de batalla fue “usa otro baño”. Finalmente la lavadora volvió a su sitio original, un lavadero espacioso al que se le incorporó una secadora, otra lavadora y el famoso calefont. El espacio del bidet quedó vacío, no se rellenó con nada, quedó ahí porque el bidet no estaba. Nadie recordó a quién se le regaló, quién se lo llevó o cuándo se botó.
Creo que a veces yo hago lo mismo con cosas, personas y situaciones. Desecho lo que no me parece importante y después siento arrepentimiento, como me pasó en esta casa de Algarrobo, que por leyes inexplicables del universo, el destino me devolvió el bidet de mi infancia.
Por ahora no lo he usado, pero estoy segura que cualquier día de éstos vuelvo a mi antiguo rito de los pies. En realidad lo ocupé una vez, no sé por qué me cuesta tanto confesarlo.